Cuerdas escondidas | Música inesperada

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Ser un viejo laúd me ha permitido haber vivido infinidad de aventuras con los muchos propietarios que tuve. Uno de mis dueños más interesantes fue Domingo Ferrer, un rico y culto terrateniente murciano con una especial pasión por el laúd. De forma inexplicable y a pesar de que Domingo no era un hombre tacaño, el día que me compró a un anticuario decidió no sustituir el viejo estuche donde me alojaba y esto a la larga me permitió ver mucho mundo a través de los agujeros de la tela de mi funda.
Cada vez que Ferrer y yo íbamos de viaje a Madrid, visitábamos el Museo del Prado con la premisa de ver cada vez sólo seis pinturas. Una de ellas era de obligada contemplación por ser la preferida de mi dueño. Las otras cinco eran cuidadosamente seleccionadas por él en cada ocasión, con el fin de contemplarlas con absoluta tranquilidad. Domingo repetía esta pauta de manera sistemática, con independencia de si nos acompañaba alguien o no. Para él, ésta era la única forma de admirar con detalle las obras de arte expuestas en el edificio Villanueva.
El Museo Nacional del Prado había abierto al público cincuenta años antes de mi primera visita de la mano de Ferrer. Desde entonces sentí una progresiva admiración por las pinturas que poco a poco me hizo descubrir mi cultivado dueño. Se dice que los perros acaban pareciéndose a sus amos y, con el paso del tiempo, me sentí un laúd afortunado por tener la oportunidad de pasear por las estancias de la pinacoteca y regresar a la sala de pintura flamenca donde estaba nuestro admirado cuadro.
Nunca supe que significaba “La alegoría del oído” para Domingo Ferrer, pero gracias a él me enamoré perdidamente de esa obra de arte. Desde la primera impresión que tuve al contemplarlo, añoré ser ese laúd que tañía la ninfa que aparecía girada hacia el espectador con esa gracia tan lograda por Rubens y Brueghel “el Viejo”, coautores del cuadro. La pintura representaba el deleite experimentado al tocar música al tiempo que se cantaba. En el lienzo no faltaban campanillas de mano, relojes, trompas, trompetas, cascabeles, violas da gamba, violines, flautas, liras, chirimías y claves que rodeaban la desnudez de Venus que aparecía acompañada de un amorcillo. Ferrer se sobrecogía contemplando los tres laudes del cuadro: el de la ninfa, el más pequeño y de tesitura aguda con siete cuerdas que estaba situado en la parte inferior del cuadro y un tercero sobre la mesa del fondo donde unos personajes cantaban e interpretaban música.
Estas historias sobre El Prado son hoy día motivo frecuente de conversación con otros instrumentos de cuerda. Entre los que más coincido últimamente, están los cuatro que pertenecen a Gabriel Lauret, Enrique Vidal y los hermanos Diego y Pedro Sanz, miembros del Cuarteto Saravasti. Aunque estos amigos de tan buena madera suelen participar en conciertos profesionales de música de cámara, con cierta frecuencia disfrutamos de momentos entrañables en las schubertiadas privadas a las que nuestros dueños son regularmente invitados. En estas veladas musicales, una vez terminado el concierto doméstico, los instrumentos solemos quedarnos aparcados en alguna estancia de la casa al tiempo que tiene lugar el animado y, si me lo permiten, ruidoso ágape que sigue a la música. Son precisamente estos ratos aislados de los humanos en los que normalmente los instrumentos aprovechamos para hablar de nuestras cosas e intercambiar cotilleos y vivencias.
Los Saravasti, que es como llamo a mis cuatro hermanos de cuerda, fueron precisamente los primeros instrumentos que han participado en un concierto dentro del Museo del Prado, concretamente en la sala XII dedicada a Velázquez. Esto sucedió el lunes veinte de noviembre de 2006 con motivo de la celebración del 250 aniversario del nacimiento de Mozart. Imaginen ustedes lo que se debe de sentir al crear música frente a Las Meninas y que ésta difunda a las salas contiguas y alcance los oídos de Baco, Apolo, Vulcano o del mismo Cristo Crucificado. Según me contaron los Saravasti, la iniciativa de organizar un concierto abierto al público surgió de la Asociación de Amigos del Museo del Prado. El destino quiso que en tan señalado año Mozart, el salón de actos del museo estuviese en obras, por lo que el acto solo podía celebrarse dentro del propio edificio Villanueva.
Aquella mañana de otoño, sin público y bajo estrictas medidas de seguridad, mis cuatro amigos y sus dueños músicos ensayaron los cuartetos del genio de Salzburgo que luego tocarían en el programa. Me encanta oírles expresar la emoción que sintieron emitiendo sonidos musicales con tanta intimidad en la emblemática sala de Las Meninas. Horas más tarde, durante la actuación, los cuatro estarían rodeados del público que aguardó expectante durante horas en la Puerta de Velázquez. Esa noche, la pinacoteca registró un lleno absoluto y fueron muchas las personas que no pudieron entrar al concierto.
La velada musical fue un éxito por la calidad de los intérpretes y de los instrumentos, así como por las circunstancias de excepción que se dieron en torno al mismo. Los periodistas acreditados no tardaron en transmitir con justicia la excelente interpretación del Cuarteto Saravasti, cuyos miembros volvieron al hotel completamente satisfechos de haber vivido una experiencia tan seductora. Aquella inolvidable noche, el sueño de los músicos se vio fragmentado por la emoción, los recuerdos de la histórica jornada y los comentarios llenos de agradecimiento del selecto público.
Cuando Gabriel Lauret despertó a la mañana siguiente, sintió la necesidad de acariciar su violín para agradecerle su excelente comportamiento en el concierto. Al abrir el estuche, se sobresaltó al ver que el violín no estaba en su sitio y, preso de una terrible angustia y el consiguiente bloqueo mental, fue incapaz de recordar en qué momento lo guardó en su estuche tras el concierto o si se había separado un instante de él. De lo que sí estaba seguro es que, al llegar a la habitación, cerró la puerta con llave y que nadie había podido entrar en ella. La única explicación de la desaparición del violín era que alguien lo hubiese cogido dentro del museo aprovechando un pequeño descuido después del recital.
Dos horas más tarde, se recibió en el hotel una llamada del museo. El violín había aparecido. Habían registrado como locos sin ningun éxito una la sala de Las Meninas y las estancias anexas. El personal de seguridad aseguraba que con el protocolo aplicado antes, durante y después del concierto era imposible que alguien, aparte de los propios músicos, hubiese sacado ningún instrumento del edificio. Por fortuna, a un empleado del museo se le ocurrió buscar el violín en la sala XIV de pintura flamenca, justo delante del cuadro “La Alegoría del oído” de Rubens y Brueghel “el Viejo”.

 

Este relato es un modesto homenaje al XX Aniversario del Cuarteto Saravasti y a la noche que interpretaron música de cámara en la sala de Las Meninas del Museo del Prado

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