Carlos Escobar
| hace 2 horas
Los siguientes días en Maiernigg fueron muy productivos para Gustav. Parecía que el impulso recibido en las aguas del Wörthersee contenía suficiente energía para terminar los tres movimientos que completarían la séptima sinfonía. La estancia en la casa de Maiernigg junto a Alma y las niñas le daba la necesaria estabilidad emocional para que los veranos fuesen productivos. Además, la casita construida de obra situada en el bosque, tan solo a doscientos metros de la mansión, era un magnífico refugio donde componer en un ambiente tranquilo.
Gustav se levantaba cada día a las seis de la mañana y se dirigía hacia la casita, donde se encontraba el desayuno preparado sobre la mesa. Nadie podía molestarle allí y Alma organizaba todo para que sus deseos se cumplieran a la perfección. Pobre del que se acercara a esta zona de la finca que estaba ligeramente sobrelevada. El compositor tampoco soportaba cruzarse con nadie de camino a la casita del bosque, lo que suponía un reto y un esfuerzo adicional para Agnes, la cocinera que le llevaba cada mañana el desayuno.
Agnes era una lugareña que procedía de Klagenfurt. Casada desde hace años, no tenía descendencia, por lo que trabajar en casa de los Mahler viendo crecer a Putzy y Gucci la hacía muy feliz. Tenía un pequeño defecto al caminar a raíz de un accidente en la infancia, pero se desplazaba con el suficiente sigilo para contribuir al ambiente de paz que tanto valoraban los dueños de la casa. Agnes no había trabajado anteriormente, pero su marido había sido despedido de la casa de los Schäfer, donde había cuidado del jardín en los últimos veinte años. Al parecer, una tarde de mayo, los perros del señor Schäfer comenzaron a ladrarle de forma compulsiva y esto se repitió cada vez que se acercaba a la propiedad, lo que generaba gran disconfor a la familia y al vecindario. Se trataba de una raza de perros muy particular ya que no servía ni para compañía ni para proteger la finca, pero tenía un fino olfato capaz de captar si un individuo intimaba con más de una mujer, lo que los enfurecía sobremanera, para satisfacción de sus dueños, que pensaban que eran canes que custodiaban con celo el hogar familiar.
Agnes era una excelente cocinera. Su madre era de origen suizo y le había enseñado a preparar jugosos platos y excelentes postres. Esa mañana preparó un exquisito pastel de la región típico para el día de San Juan, con el que su familia celebraba la llegada del verano. Cuando preparó la bandeja con el desayuno del señor Mahler, se dirigió a la casita siguiendo el recorrido tortuoso y alejado del camino para no cruzarse con el compositor, lo que era como firmar su sentencia de muerte. Los últimos metros eran los más complicados, ya que no existía ningún sendero y la inclinación de la pendiente obligaba a Agnes a equilibrar con mucha dificultad los vaivenes que su cojera transmitía al contenido de la bandeja.
En ese mismo momento Gustav se dirigía hacia la casita y no pudo evitar sonreír ante el empeño de su empleada en conseguir dejar el desayuno sin ser vista. Avanzó con la suficiente lentitud para permitir que Agnes volviese por su secreto y a la vez peligroso camino.
Cuando entró en la caseta, un dulce olor a pastel envolvía la luz que entraba por la ventana. Como si se tratase de una auténtica mañana de San Juan. Gustav canturreó “Johannistag! Johannistag! Blumen und Bänder so viel man mag!”. Ya tenía en mente como escribir el quinto movimiento de su sinfonía. El pastel de Agnes lo había transportado a Nuremberg y a sus maestros cantores.
continuará….