Paganini o el Rey Peste

París era realmente un lugar extraño cuando llegó Paganini con su violín, en 1832. Los relatos de entonces, como el de Heine, dibujan una ciudad asolada por el terror: la gente colapsaba en la calle por el cólera, en las esquinas se apilaban los muertos bajo sacos de cal viva, día y noche se trabajaba sin respiro cavando fosas comunes. El cólera lo era todo, invadió a la ciudad de las luces, a toda la nación y a Europa entera, transformando la sociedad y la cultura para siempre. Fue el primer día de carnaval cuando irrumpió la enfermedad y, en la ciudad en fiestas, los arlequines comenzaron a morir en las calles por los terribles efectos del cólera.

El París de la peste, el París colérico, es una metáfora de todo lo que este documentadísimo libro de Mai Kawabata nos va a desentrañar sobre el mito de Paganini. La autora, violinista profesional y profesora en la prestigiosa Universidad Británica de East Aglia, nos va a sumergir en el mito demoniaco de Paganini para demostrarnos lo que verdaderamente debió ser su rostro real, y lo hace con todo tipo de documentos, cartas, imágenes, analizando sus propias composiciones, críticas de periódicos de la época, etc…, en un libro que no se debe juzgar por su horrorosa portada, ya que posiblemente es una de las mejores obras actuales sobre el genio italiano.

Sin embargo, nuestra autora no es muy magnánima, ni siquiera condescendiente con el maestro y, de hecho, la visión que nos presenta de él es, cuanto menos, sombría. Pero, veamos:

Kawabata afirma que el virtuosismo de Paganini no era solo técnico, también era dramático, es decir, él mismo lo aprovechaba para hacer teatro y, con ello, dinero, poder, fama y, por supuesto, mujeres. Cada capítulo está dedicado a cada una de estas facetas del genio (su virtuosismo, su ansia de poder y dominación, su hipersexualidad y su avaricia monetaria), para demostrar que su etiqueta de ‘demoníaco’, en realidad escondía todos estos aspectos que él mismo cultivaba con fruición. Además del relato de Kawabata, para acercarnos a su figura también contamos con el famoso Retrato de Paganini de Delacroix, el retrato que le hiciera Ingres y algunas otras imágenes de la época, como caricaturas o el falso daguerrotipo que realizó un luthier en el siglo XIX.

Kawabata comienza analizando el famoso virtuosismo técnico de Paganini: salvajes cascadas de arpeggios, ritmos sincopados, dramáticos efectos de pizzicato, como podemos escuchar en su famoso Capriccio n 24, tocado por una jovencísima Hilary Hahn.

Se ganó al público con su famosa composición sobre una sola cuerda, La fantasía de Moisés, que podemos ver en una magistral y circense interpretación de Antal Zalai, precisamente como la debió tocar el propio Paganini, quitando todas las cuerdas del violín salvo la cuerda sol.

Se dice que al ejecutar su famoso Moto perpetuo, conseguía tocar 272 notas en tres minutos y 20 segundos. Paganini parecía exceder los límites de la capacidad humana, su interpretación resultaba incomprensible, increíble. Él comenzaba donde terminaba la razón, sus dobles armónicos eran imposibles y el público enloquecía.

Sin embargo, todo este virtuosismo no era a mayor gloria de la música, sino que Paganini lo utilizaba para provocar e involucrar a la audiencia; era capaz de imitar sonidos animales con su violín con todo realismo, se dice que podía decir ‘buona sera’ con el arco de forma tan convincente que el público le respondía, pensando que lo había dicho él mismo y no el violín. Y es que Paganini bebe de una larga tradición popular de violinistas circenses, de espectáculos callejeros dedicados a la “commedia dell’arte”, de famosos duelos de violines. También bebía Paganini de la expresividad y control vocal de los ‘castrati’, de hecho, su éxito coincide con el decaer de esa tradición vocal de muchachos castrados y su espectáculo ocupaba el espacio que ellos dejaban. Los conciertos de Paganini se inscriben en un ambiente más teatral y de ópera que de escucha callada, espectáculos más propios de carnaval que de una audición seria. Así lo describe un crítico de entonces, Ludwig Boerne, tras asistir al concierto inaugural de Paganini en París, en 1831:

¡Tendría que haber visto lo asombroso que era! Se balanceaba hacia delante y atrás como si estuviera bebido. Sus pies iban por libre y zapateaba con ellos, lanzaba los brazos al aire y después en otra dirección; los estiraba como si fueran alas y suplicaba al cielo, la tierra y a toda la humanidad para que le ayudaran en sus grandes designios. Entonces, permanecía de pie con los brazos extendidos y se persignaba. Era el sinvergüenza más magnifico que la Naturaleza haya inventado jamás. Alguien debería pintarle. Tocaba divinamente…

El supuesto carácter demoníaco del virtuoso, fruto de un pacto con el diablo, es ya legendario. Él mismo lo alimentó con composiciones como el “La danza de las brujas” (escúchenla, en solo suspiro, a manos del gran Ruggiero Ricci), pero sobre todo lo reflejaba a través de su aspecto.

En el retrato de Delacroix lo podemos vislumbrar: de rostro demacrado, ojos cerrados, pálido, el cuerpo ondulado como un arabesco, las caderas hacia un lado, las piernas hacia otro y un inquietante manto verdoso como fondo. De pequeño tamaño, apenas 40 x 30 cm, el cuadro incluye todo el cuerpo de Paganini, no solo el busto, señal de que debemos percibirlo en toda su integridad. Todo él es un signo expresivo, no hay realismo ni precisión en el cuadro, está pintado con gruesos empastes y pinceladas fluidas, parece titilar como una llama pero el rostro y las manos poseen el relieve del óleo, granuloso, picado, como los estragos del cólera. Aquí, lo sagrado da paso a lo profano, lo ideal a lo decadente, es un lenguaje que habita en lo enfermo, lo mórbido, lo repulsivo y misterioso, tan característico de los románticos. El Paganini de Delacroix resulta grotesco, abyecto, como el efecto devastador del cólera sobre los individuos: el rostro se amorataba, los ojos quedaban oscuros y vacíos (un síntoma denominado “cianosis” o “facies cholérique”), el cuerpo se deformaba con terribles dolores o quedaba convertido en  un cadáver vivo, inerte y frío como el hielo (“cadavérisation”). Hasta la voz del paciente podía adquirir una tonalidad profunda, cavernosa. El doctor personal de Paganini reconocía los rasgos como de “cadaverisatión” colérica de su paciente:

…entró en un estado cataléptico que le tuvo todo el día como si aparentemente hubiese muerto. Su familia, desesperada, pensó que ya no vivía. Le envolvieron en un sudario y se disponían a colocarlo en un ataúd cuando un leve movimiento de su cuerpo reveló que todavía estaba vivo.

Si Delacroix adoraba la pintura como tal, Jean Dominique Ingres pensaba que algo bien dibujado siempre era una buena pintura. Su retrato de Paganini es un increíble dibujo, aparentemente realista, que nos muestra a un hombre de aspecto agradable con un violín bajo el brazo, además del alarde de virtuosismo espacial que se permite el artista en el escorzo del arco que sujeta entre dos dedos. Pero, ¿cuál fue el Paganini real?. Curiosamente, el personaje del retrato de Delacroix es mucho más parecido al daguerrotipo del siglo XIX que al dibujo de Ingres, al final es posible que el realismo no tenga por qué ser realista en absoluto. Lo cierto es que Delacroix asistió a varios de los conciertos que Paganini dió en París en marzo de 1831 y que el retrato fue el resultado de su honda impresión. La propia George Sand le escribió al crítico Sylvestre que Delacroix “disfrutaba y entendía de la música de tal manera que probablemente hubiera sido un gran músico, si no hubiera elegido ser un gran pintor”.

 

Es posible que Ingres, que también era violinista, quisiera evitar en su atildado retrato todos los atisbos que relacionaban a Paganini con la peste y el diablo, pero está muy documentado que Paganini era asiduo a los lugares infectados por el cólera y proseguía con sus conciertos sin miedo al contagio. De hecho, se decía que se había fusionado con la enfermedad diabólica. En el año de 1832, cuando París era un campo de tumbas, el año de la carroña, Paganini renació como el Rey Peste. “Paganini… este hombre oscuro reaparece en estos días de la peste”, anunciaba un periódico parisino. “Este genio sombrío con la cabeza hacia un lado, el cabello flotando, su cuerpo roto inclinado sobre la cadera derecha; ahí está, lanzando su arco y su alma al aire… sin duda es la criatura más extraña y más sublime de los tiempos modernos, todo ello en el día de la peste, en un viernes santo…”. Música y cólera se hicieron sinónimos. Jules Janin recordaba al

…tal Paganini que, con su poderoso arco, que evocaba el cólera que asolaba la ciudad, ¡entumecida de terror! El también tenía la actitud y la apariencia de un fantasma; su sonrisa era escalofriante; podía matarte con la mirada. A día de hoy, nada puede cambiar mi convicción de que este hombre ya estaba muerto cuando llegó a Paris por primera vez. Un alma en pena, un espíritu vagabundo que iba de ciudad en ciudad, mientras esperaba el tiempo y la señal del descanso final.

Parece ser que la salud del genio era delicada: padecía tuberculosis, laringitis crónica, fiebre, calambres estomacales debilitantes, sífilis y gonorrea. No iba a ninguna parte sin su doctor y a ello se sumaba el placer del virtuoso por auto-flagelarse. Durante su visita a París, en junio de 1832, hizo que le quitasen todos los dientes voluntariamente, aduciendo un fastidioso dolor de boca, o es que quería parecerse realmente al Rey Peste:

Todos huyen de París por el cólera…sin embargo, yo me divierto contemplando como entierran a las víctimas en el cementerio.

Kawabata prosigue con otra faceta oscura de nuestro genio: su hiper-eroticismo  y su violencia. Paganini dedicó muchas de sus composiciones a algunas de sus conquistas y muchas otras son de tema amoroso como, ‘Là ci darem la mano’ o ‘Nel cor piú ni min sento’, que utilizaba como vehículo para exhibir su virtuosismo y su poder de seducción diabólica, escenificando, según Kawabata, auténticas violaciones.

Lo demoníaco se superponía a lo diabólico y muchas de las actuaciones del maestro podían ser consideradas como ataques sexuales violentos. Todo ello alimentado por la leyenda que afirmaba que él mismo había violado a una prostituta en Parma, lo que supuso su consiguiente encarcelamiento. Sí, Paganini conquistó a más mujeres que Don Juan. Las féminas le adoraban a pesar de su aspecto. La propia Mary Shelley, autora de “Frankenstein”, así lo declara en varias cartas que nuestra autora recoge. El culto a Paganini tuvo mucho que ver con la histeria de las mujeres, que fueron las primeras europeas que acudían a un concierto público en la historia.

Todo ello estaba al servicio de la dominación y la conquista del genio: dominaba al público, dominaba el mercado incluso dominaba a la orquesta. Controlaba todo en el escenario, la orquesta que se contrataba, los músicos, el personal de servicio o las entradas, que a veces llegaba a vender él mismo antes del concierto. Después se lanzaba al escenario con su violín y, en el intermedio, seguía vendiendo más.

Afirma Heine que Paganini iba por Europa vaciando los bolsillos de la gente: “es un vampiro con su violín que, si no nos chupa la sangre de nuestros corazones, sin duda nos arrebata el oro de los bolsillos”. Llevaba interminables cuadernos con anotaciones de sus finanzas, páginas y páginas de cálculos para ganar más: en Viena, sus ingresos por tocar 8 conciertos fueron de 22.000 florines, el equivalente a las ganancias de Schubert durante toda su vida. No en vano adquirió 7 Stradivarius, 2 Guarnerius del gesú, 2 Amatis, pero también perdió mucho dinero en el famoso e infame Casino Paganini de Turín.

Es indudable que una muestra importante de la genialidad de Paganini son sus propias composiciones aunque, al final, él tocaba su música casi exclusivamente para garantizar su propio lucimiento y beneficio. Kawabata disecciona en su libro varias de sus partituras más famosas para demostrar cómo conseguía tener más volumen que la orquesta a través de estridentes y alambicadas disquisiciones compositivas.

Al igual que la fragilidad física, el dolor o la enfermedad, el aspecto de Paganini se adaptó a la condición primordial del creador romántico, del artista moderno, frente al ideal clásico de “mens sana in corpore sano”. El propio Delacroix era también un hombre enfermizo y consumido que “a  pesar de sus temblores, nunca dejó de soñar con cubrir enormes muros con sus grandes composiciones”, según Baudelaire. Paganini, con su aspecto enfermo pero cuidadosamente cultivado, que dominaba su físico, su violín, su actuación y el mercado en sí, es el epítome del artista moderno transfigurado, por su época y su persona, en el Rey Peste.

Sin duda, era un París extraño aquel en el que los arlequines iban cayendo con el rostro amoratado por el cólera en tiempos de carnaval. Dice Heine en sus Diarios parisinos de entonces que los muertos eran enterrados tan rápido que no había dado tiempo a quitarles el disfraz.

“tan alegres como cuando estaban vivos, así yacen ahora en sus tumbas”.

En ese oscuro París de la peste en el que Paganini triunfó tocando entre las tumbas como un cadáver redivivo más, el violín se convirtió en otra parte orgánica de su arruinado cuerpo. Nadie se había atrevido hasta entonces a tocar de aquella forma y en toda su integridad ese enfático miembro de madera y aire. Sí, eran tiempos de virtuosismo, pero también de carroña.

 

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